Geovani Galeas
El problema – Primer Parte
Si se quiere conocer el alma de un pueblo hay que ir al mercado. Ahí están sus colores, olores y sabores tradicionales. Ahí se escucha el tono y la cadencia de la voz colectiva que seduce para vender y regatea para comprar. El mercado es un vivo espejo de la historia y la cultura de un pueblo.
Pero los mercados de San Salvador, al igual que los parques, están al borde del colapso, ruinosos, sumidos en el desorden y la suciedad, prácticamente bajo el control de la delincuencia.
Las crónicas de principios del siglo XX hablan de esos mercados y parques como alegres y hermosos lugares donde la gente, pobres y ricos, se mezclaban para comerciar o para divertirse sanamente. Pero también cuentan que ya en la década de los 60 el gran Mercado Central y el famoso Mercadito Meléndez resultaban insuficientes y anacrónicos.
Fue por eso que, para poder renovar los mercados ya existentes, y construir otros nuevos, en 1969 se creó la Ley de Mercados de la Ciudad de San Salvador, que dejaba en manos de la municipalidad la operación y la administración de los mismos.
Pero ya a finales de los 70, el cronista Julio C. Castro, en su libro “Estampas del viejo San Salvador”, señalaba lo siguiente: “La Sociedad de Comerciantes e Industriales Salvadoreños advierte de lo poco funcionales que son los mercados que se está construyendo, pues más parecen cajones para embalar a los usuarios”.
De hecho, en una tesis de la Universidad Francisco Gavidia sobre el diseño de estrategias para incrementar la afluencia de clientes a los mercados, se establece que “el sistema de mercados municipales llegó al máximo de su capacidad instalada en 1977 sin que se tomaran acciones para ampliar o modificar las instalaciones”.
Un reciente estudio técnico sobre el estado del Mercado Central concluye: “La mayoría de la infraestructura tiene 40 años o más, y no cuenta con las condiciones de habitabilidad, seguridad e higiene que las normas internacionales requieren para el funcionamiento de este tipo de complejos comerciales”.
El listado de problemas específicos que ese informe presenta, asociado al desorden y la obsolescencia general de las instalaciones es enorme, y en su conjunto hacen ya inviable tanto la operación como la administración de ese mercado otrora emblemático, y que ahora no aprueba ninguno de los parámetros del estándar internacional. Vale la pena preguntarse cómo y por qué se llegó hasta este punto este punto.
Una interpretación política del desastre
Decíamos antes que el mercado es un vivo espejo de la historia y la cultura de un pueblo, y sabemos que esa historia y esa cultura están vertebradas por un proceso político.
Nuestro pueblo sufrió un régimen militar autoritario y socialmente excluyente desde 1932 hasta 1979, y luego una sangrienta guerra civil desde 1980 hasta 1992. Pero los militares solo administraban el poder político en representación de un pequeño grupo de familias, mismas que desde el siglo XIX consideraron al Estado como una extensión de su propio patrimonio, y usaron al gobierno como una simple gerencia de sus negocios particulares.
Esa afirmación no es producto de un prejuicio ideológico, se trata más bien de un hecho histórico perfectamente documentado y verificable. El académico salvadoreño Héctor Lindo Fuentes, doctorado en historia y en filosofía por la Universidad de Chicago, en su libro “La economía de El Salvador” señala al respecto:
“A finales del siglo XIX, El Salvador había logrado un crecimiento económico regular y una gran desigualdad social, ya que ese crecimiento se basaba en la formación de una muy pequeña y poderosa élite que utilizó el aparato del Estado en función de sus propios intereses”.
Por su parte David Escobar Galindo, en su libro “El subsuelo de los volcanes”, en una mirada más panorámica apunta:
“En nuestro país, se fue configurando a lo largo del tiempo un sistema de vida caracterizado por la preeminencia de la fuerza, con sus secuelas de arbitrariedad, abuso e intimidación. Ese principio autodestructivo moldeó el esquema político, hasta hacer creer que la fuerza, convertida en violencia institucionalizada y en violencia revolucionaria sería el motor de la salvación nacional”.
¿A que nos llevó esa deificación de la fuerza por sobre la racionalidad? El mismo Escobar Galindo responde: “En lo político a un modelo hegemónico: en lo económico y social, a un modelo excluyente; en lo cultural, a un modelo de rechazo”. Y concluye:
“Ningún grupo, por iluminado que se crea, es capaz de imponer la fórmula de desarrollo a la sociedad entera. Tal fue el espejismo que extravió a los marxistas. Ningún sector, por pragmático que pretenda ser, tendrá la razón histórica para monopolizar el futuro. Tal es el espejismo que puede extraviar a los neoliberales”.
En suma. Un modelo autoritario, socialmente excluyente y políticamente polarizado entre la derecha y la izquierda. Este fue el esquema que moldeó la historia y la cultura en nuestro país.
En todo caso, en 1992 se firmó la paz y se abrió por primera vez un ciclo democrático en El Salvador. Sin embargo, el poder fáctico de aquella pequeña élite económica estaba intacto, y siguieron ejerciendo ese poder prácticamente de la misma manera, durante otros veinte años, por medio de su nuevo instrumento político, el partido ARENA, que también gobernó en su representación y para su beneficio.
La prolongación de ese modelo, que algunos estudiosos tipifican como Estado patrimonial, obstaculizó el avance de la incipiente democracia. Luego de una breve y frágil burbuja de optimismo nacional, las secuelas del pasado autoritario y excluyente, más la secuela de los estragos causados por la guerra civil, provocaron nuevos y mayores problemas, cuyos aspectos más visibles son la pobreza y la brutal escalada de la delincuencia criminal protagonizada por el crimen organizado y las pandillas.
El proyecto de la élite económica neoliberal se condensó en una frase: “soluciones privadas a los problemas públicos”, es decir, reducir o incluso anular el rol subsidiario del Estado en áreas tan estratégicas y sensibles como educación, salud, seguridad y otros servicios básicos como la energía eléctrica, privatizándolas y convirtiéndolas en grandes negocios.
De ese modo el Estado salvadoreño perdió estructuralmente su capacidad para proteger a los ciudadanos, y se fue instalando entre nosotros el famoso dicho: “sálvese quien pueda… pagar”.
La debilidad del Estado provocó un vacío institucional que muy pronto comenzó a ser llenado por la delincuencia organizada en términos de control territorial. Pobres y desprotegidos, cada vez más salvadoreños no encontraron más alternativa que la emigración ilegal hacia Estados Unidos, hasta que esta se volvió masiva. Ahora, la tercera parte de nuestros compatriotas son emigrantes.
Pero ese desplazamiento masivo, que desgarró el tejido social en las comunidades dejando un reguero de familias disfuncionales, paradójicamente también se convirtió en un gran negocio para la élite económica del país. Los emigrantes comenzaron a enviar dinero a sus familias, y el volumen de esas remesas ya casi equivale al presupuesto nacional. El problema es que, por la vía de una política económica basada en los servicios y en el consumo, no en la productividad, fue la élite económica, como hemos dicho, la que se convirtió en la destinataria final de las remesas.
Esta situación descrita ha producido un ciclo perverso que, desde la universidad de Oxford, Joaquín Villalobos ha formulado de la siguiente manera: “a más emigración, más remesas; a más remesas, menos productividad; a menos productividad, más desempleo; a más desempleo, más inseguridad; a más inseguridad, más emigración”.
En 2009, la izquierda representada por el FMLN ganó por fin las elecciones presidenciales, y volvió a ganarlas en 2014. Pero el cambio ofrecido y esperado, al menos en lo sustantivo del modelo económico y social tradicional, no se ha producido. Por el contrario, algunos de nuestros problemas más graves, implícitos en ese ciclo descrito por Joaquín Villalobos, se han agudizado. La ciudadanía resiente esa deuda y su desencanto y frustración se refleja con bastante nitidez en las encuestas de opinión pública. Nadie quiere regresar al pasado, pero cada día son más los que rechazan el estancamiento.
Y aquí volvemos a nuestro tema. Si durante décadas, y bajo gobiernos centrales y municipales tanto de derecha como de izquierda, no se invirtió en el mantenimiento y la modernización de los mercados y los parques de San Salvador, quizá fue por pura negligencia burocrática. Pero para efectos prácticos, la consecuencia del abandono de esos espacios públicos, favoreció en gran medida el establecimiento y la rápida expansión de los grandes centros comerciales privados, más caros pero más seguros y confortables, donde el usuario tiene al mismo tiempo mercado y parque.
Al volverse inseguros y precarios en todos los sentidos, la clase media, y aún los pobres beneficiados por las remesas, se desplazaron a esos nuevos hipermercados modernos.
Hasta aquí solo hemos hablado del problema, pero en la segunda parte de este trabajo nos centraremos en una propuesta de solución que ya está en curso de implementación.