El día que decidieron cambiar la vida de Gustavito para siempre, tan solo tenía dos años, vivía en un hermoso estanque en el Auto Safari Chapín, y corría de un lado a otro detrás de las ranas. No estoy segura, pero me atrevería a afirmar que era feliz.
Por las mañanas, según me contaron sus cuidadores, Gustativo nadaba junto a sus padres bajo la mirada imponente de sus abuelos. Aunque parezca increíble, eran una familia grande y muy unida. Me consta de principio a fin. Su captura fue uno de los episodios más impactantes que he vivido como periodista de fauna.
Era una tarde cálida y húmeda. La trampa estaba lista: 80 libras de harina de maíz, un manjar para estos pesos pesados. El bebé de la familia no pudo resistirse, comió, y la puerta de la jaula que contenía el alimento se cerró.
A la orilla del estanque, su familia, paralizada. Con la mirada fija en aquellos humanos que les arrebataban al más pequeño de todos. El vapor emanaba de sus pieles y el agua entre sus narices se diseminaba con furia. Aún puedo recordar sus ojos clavados en nosotros, el pánico que sentí al verles mientras el estómago se me hacía un nudo.
Solo una vez en la vida he estado tan cerca de animales silvestres molestos, enfadados. Un privilegio. Sus padres y sus abuelos no podían quedarse sin hacer nada, corrieron con fuerza, y aquel sonido… sus pisadas se escuchaban como mazos golpeando la tierra.
A pocos metros, los periodistas impávidos. La reacción natural: gritar y correr lo más rápido posible. Los nervios nos traicionaron, no pudimos abrir la puerta del pick up en el que habíamos llegado, pero saltamos y entramos por las ventanas. La familia quería derribar el vehículo. Sus empujones eran contundentes, nos tambaleaban, y no podíamos hacer nada.
Los cuidadores del Safari contuvieron a la familia, inquieta, molesta porque uno de sus pequeños estaba enjaulado. Debimos retirarnos y esperar a una distancia prudente.
Con muchas dificultades, la decisión se ejecutó. Gustavito fue arrebatado de su familia, de sus padres y sus abuelos, quienes lucharon hasta el último momento para evitar su partida.
El camino hacia su nuevo hogar fue difícil y cansado. A las cinco de la mañana, cuando el sol apenas pintaba sus rayos, el animal encontró su nuevo hogar: un pequeño estanque de cemento. Y también a sus nuevos cuidadores, alegres por la llegada del nuevo inquilino. Pero él se tomó su tiempo. Tardó varios días en salir del agua, solo dejaba ver sus ojos.
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Su comportamiento, que yo traduzco como tristeza, causó incertidumbre en el parque. Incluso llegué a escuchar cuestionamientos sobre si haberlo traído había sido la mejor decisión, pues no se dejaba ver. Así pasaron muchas semanas, solo sus ojos brillaban a los lejos y sus orejitas daban vueltas sin cesar.
Ahora Gustavito… ¡lucha por su vida, golpeado y herido por ‘personas desconocidas’! Me indigna, me entristece, me encoleriza. Quizá peco de ingenua: me parece humillante que hasta la fauna del Parque Zoológico resulte víctima de esta enfermedad que corroe y aísla: nuestra maldita violencia.
No sé si Gustativo agoniza, no sé si su aliento le alcance para volver al estanque. En una especie de dicotomía del alma: por un lado, quisiera que su vida se salvara, por otro, quisiera que su alma volara lo más lejos posible de nosotros para encontrarse con los suyos.
Desde que te sacaron de aquel estanque, nunca he dudado que no fue la mejor idea. Tenías una familia, hermanos, tíos y abuelos. Eras el bebé, el más querido, en más consentido. No lo digo yo que a siempre encuentro sentimientos en los animales, lo decían quienes te cuidaban.
Se me caen las lágrimas de pensar que olvidaste los paseos con tus padres en el agua, me da mucha vergüenza imaginar que ellos dejaban el mejor pasto para ti. No debimos separarte de ellos, nunca. Y si en algún lado existe el perdón para este tipo de cosas, Gustavito, ojalá que nos perdonen.
Por Lorena Baires