Los asesinos de Gustavito no solamente le quitaron su vida, sino también nos despojaron a todos los salvadoreños de la poca vergüenza que como país nos quedaba.
A Gustavito no sólo le tocó vivir cómo un salvadoreño más, en medio de una gran carestía de recursos, sino que le tocó morir asesinado en medio de esa espiral de odio, violencia y sangre que nos acompaña desde hace casi cuatro décadas, primero la guerra civil, luego la violencia social.
Somos un país que, ante los ojos del mundo, lo único que producimos es muerte, violencia, pandillas; y que lo único que exportamos son inmigrantes, que huyen de la pobreza y de la maras.
Estoy seguro de que la gran mayoría de los asesinatos en El Salvador nos tendrían que producir más vergüenza que el de Gustavito. Un joven que muere por anotarle un gol a un equipo de una pandilla, por pelearse por un parqueo, masacres de familias enteras, jóvenes por negarse a ser la mujer de marero, mujeres que mueren a manos de sus parejas. Todo ellos nos deberían producir la más profunda vergüenza como sociedad, pero ya nos acostumbramos.
Pero cómo justificar ante alguien que, en un arranque de locura, idiotez o ambas, un grupo de personas planifica llegar armado a un zoológico y vapulear hasta dejar en agonía a un animal que lo único que ha hecho durante años es divertir a miles de niños – la gran mayoría de escasos recursos-.
¿Cómo justificamos eso?
Porque aparte de los imbéciles que lo atacaron, hay otros responsables que deben de responder por Gustavito:
Las actuales autoridades del Zoológico, que deberían renunciar por negligencia.
Las actuales autoridades de SECULTURA, que después del robo al Museo Nacional de Antropología David J. Guzmán y esto deberían ser removidos por el presidente Salvador Sánchez Cerén.
La empresa de seguridad y los vigilantes privados de turno, a los que se les debería inhabilitar para licitar por probada incapacidad para ejercer sus funciones.
Y, finalmente, el desacierto de algunos políticos, que se abalanzan como hienas a sacar un hueso político del despojo de Gustavito.
Somos, definitivamente desde ayer, el país de la eterna vergüenza.