La droga no se mueve en buses interdepartamentales ni en picachitos destartalados que se desplazan por las recónditas y sigilosas veredas polvosas de los puntos ciegos fronterizos. Los miles de millones de dólares que la droga produce no se lavan en tienditas de barrio ni en el mercado de San Miguelito.
La droga se mueve en furgones que recorren de punta a punta el país a ojos vista por la carretera panamericana o por la trocal del norte, y el dinero se lava en operaciones de gran calado dentro del sistema financiero nacional, regional y global, que tiene sus conexiones discretas pero evidentes con los paraísos fiscales, que esos lugares donde se normaliza el delito.
Para mover de esa manera droga y dinero, los carteles internacionales requieren de los servicios locales no solo de contrabandistas y pandilleros sino, también, de cómplices encumbrados en el sector público y en el privado. Esto es lo que en su conjunto se llama crimen organizado, y que por supuesto no se limita al universo de las drogas. El crimen organizado se extiende en general al uso subrepticio e ilegal de los recursos públicos en beneficio particular.
Y es que no todos los componentes del crimen organizado emergen del bajo mundo procaz y pistolero parecidos a Capone o a Cara Cortada. Algunos salen de la Escuela Americana local, pasan por Georgestown o Harvard y se instalan luego en las más altas torres directivas de la industria, el comercio y el sistema financiero. O en las casas presidenciales, como ahora estamos viendo en toda América Latina y América Central.
¿Cómo llegamos a esto en El Salvador? Entre finales de los años 80 y principios de los 90 en nuestro país se combinaron tres factores altamente peligrosos.
Primero. La migración masiva hacia Estados Unidos, que multiplicó el número de familias disfuncionales, provocando un grave deterioro del tejido social y dando paso al surgimiento de las pandillas.
Segundo. Por graves problemas logísticos y de seguridad, el flujo de drogas entre Colombia y La Florida por la ruta Caribe, los narcotraficantes suramericanos establecieron un corredor alterno que pasa por Centroamérica y México, dejando en la región su cauda de narcomenudeo, corrupción y violencia. Ahora, según algunos expertos, casi el 90% de la droga que va del sur a los Estados Unidos pasa por Centroamérica.
Tercero. Los tres primeros gobiernos de ARENA, bajo el paradigma neoliberal, redujeron el Estado para que este resultara pequeño y barato, y transfirieron al sector privado, como oportunidad de lucro, empresas y servicios con que el Estado beneficiaba subsidiariamente a los sectores más vulnerables de la la población. Con esa concepción de “brindar soluciones privadas a los problemas públicos”, redujeron al ejército a la mitad y no invirtieron en la policía, lo cual generó el boom del gran negocio de la seguridad privada.
En suma, a la amenaza de las pandillas, que azotan a la sociedad con su escalada de extorsiones y homicidios, se sumó la amenaza del crimen organizado, que socava al Estado por medio de la cooptación de la institucionalidad del país. Y esto se da en el contexto de un Estado debilitado, incapaz de garantizar la seguridad de los ciudadanos mediante las políticas sociales preventivas y la presencia de su fuerza disuasiva y coercitiva en el territorio.
Esa ausencia del Estado generó un vacío de autoridad que fue llenado por los criminales, que fueron ganando influencia y control en los territorios abandonados. En otras palabras, el crimen organizado no puede ni implantarse ni desarrollarse sin penetrar la institucionalidad. Por eso, esa operación requiere protección política desde los más altos niveles.
El gobierno de Mauricio Funes reconoció, por primera vez, que el aparato del Estado salvadoreño estaba penetrado por el crimen organizado. Pero la investigación que ese mismo gobierno ordenó, y que se concretó al menos en parte en un informe de la inspectoría de la Policía Nacional Civil hacia 2010, fue finalmente abandonada y desautorizada por ese mismo gobierno. Estoy hablando del expediente abierto por la licenciada Zaira Navas contra los más altos cargos de la PNC desde su fundación.
En ese informe, precisamente, se correlacionaba, en el tinglado de la corrupción, a policías, fiscales, jueces, diputados, empresarios y operadores políticos del más alto nivel. Toda esa investigación quedó engavetada, y los investigados y expedientados volvieron eventualmente a sus puestos de poder.
Ahora en nuestro país, por razones que ya hemos comentado en anteriores columnas, se han reabierto investigaciones contra funcionarios y ex funcionarios públicos de primera línea. Está muy bien. Pero no hay que olvidar que en el tinglado de la gran corrupción también operan señorones del sector privado. Solo hay que volver la vista a Guatemala y Honduras para tener una clara referencia de ello.
Primero cayeron los políticos, pero inmediatamente después comenzaron a caer banqueros, industriales y comerciantes de altos vuelos. Estos +últimos actores, en nuestro caso, aún parecen totalmente intocables. Sus nombre se conoces y se mencionan pero en susurros en privado. El enorme poder fáctico de los señores que realmente mueven los hilos de la gran corrupción provocn temor reverencial. El desafío es combatir contra los títeres o contra los titiriteros, contra las mojarras de río o contra los tiburones oceánicos.
La pregunta que se desprende de ese desafío tiene que responderla el fiscal general.