Masacre de Pandillas en Mejicanos a punto de cumplir 12 años

Por Redacción UH

Diez años después, el periodista salvadoreño Eric Lemus recuerda con nitidez los detalles de la noticia que tuvo que cubrir para BBC Mundo el 20 de junio de 2010: la quema de un microbús con pasajeros a bordo en el municipio de Mejicanos a manos de las pandillas.

No es para menos: el ataque acabó siendo una verdadera masacre en la que murieron 17 personas en el interior del transporte o baleados mientras intentaban escapar de las llamas por las ventanas.

Organizado como venganza del Barrio 18 frente a sus rivales de la Mara Salvatrucha (MS-13), este atentado está considerado como el más sangriento de las pandillas de El Salvador debido a una crueldad nunca vista hasta entonces contra la población civil.

La conmoción que dejaron aquellas dantescas imágenes fue tal que acabó por marcar la forma en que las autoridades pasaron a enfrentar el problema de las maras en el país desde entonces.

Mejicanos es uno de los municipios más grandes del área metropolitana de San Salvador, golpeado casi a partes iguales por la pobreza y la violencia.

Como tantos otros, está terriblemente fragmentado por la pugna de las distintas pandillas presentes en el pueblo por controlar sus territorios. Y eso marca irremediablemente a quienes viven ahí, tengan poca o nula relación con estos grupos.

El 19 de junio de 2010, un miembro del Barrio 18 conocido como «Crayola» fue asesinado en una balacera en Mejicanos. Sus compañeros escucharon que los responsables habían huido en un microbús de la ruta 47 hacia una de las colonias controladas por la MS-13.

Su venganza apuntó por lo tanto a ese mismo transporte y a esa misma ruta. Era la manera de dejar claro a sus rivales que el crimen no quedaría impune, aunque los pasajeros que acabarían siendo sus víctimas no tuvieran nada que ver.

Al día siguiente, hombres de la 18 dispararon contra un microbús que venía de aquella misma colonia gobernada por la MS-13. Murió una niña y el conductor.

No está claro si este primer ataque fue producto de la desorganización interna de la pandilla o si pretendían distraer la atención de la policía de lo que, minutos después, se convertiría en su atentado más sangriento.

Aquel 20 de junio era domingo y llovía, pero eso no impidió que María Jesús Orellana estuviera vendiendo paletas por la calle, como cada uno de los siete días de la semana.

En temporada de lluvias aprovechaba también para vender paraguas. «Mi mamá se dedicaba a lo que había en cada época», recuerda su hija Isamar en conversación con BBC Mundo.

Esa misma lluvia fue la que hizo a María Jesús apresurarse a tomar el microbús de la ruta 47 que la llevaría ya de noche de vuelta a casa.

Allí, en la colonia Montreal territorio de la MS-13, vivía con Isamar, de 18 años, y su otro hijo de 20. De su marido apenas sabían nada.

Isamar pasaba el fin de semana en casa de una amiga y su hermano trabajaba de noche, por lo que nadie esperaba en casa. A la mañana siguiente, una prima llamó a la joven para contarle sobre el ataque a un microbús y decirle que no encontraban a su madre por ningún sitio.

«Me preocupé, me regresé a mi casa y empezamos a llamarla por teléfono sin parar», recuerda. Pero siempre saltaba el buzón.

Otro grupo de pandilleros del Barrio 18, distinto al del primer ataque, había estado esperando al microbús de la ruta 47 en el que viajaba María Jesús. Algunos de ellos ni siquiera alcanzaban la mayoría de edad.

Montaron y obligaron al conductor a desviar su ruta para acercarse al lugar donde había sido asesinado «Crayola».

Allí dispararon contra una treintena de personas aterrorizadas, que se agolpaban en la parte trasera mientras veían cómo los pandilleros rociaban con gasolina la puerta y el pasillo del vehículo y le prendían fuego.

Los pasajeros a bordo con niños e incluso bebés trataron de escapar desesperados por las ventanas a medida que el microbús era consumido por las llamas. Pero al salir envueltos en humo y fuego, algunos eran ametrallados por pandilleros que esperaban fuera.

La tragedia no duró más que unos pocos minutos. 17 personas murieron carbonizadas en el mismo lugar o a los pocos días en los hospitales, y otros sufrieron heridas de extrema gravedad.

Carlos Martínez, periodista del diario digital salvadoreño El Faro, cree que el fraccionamiento en la estructura del Barrio 18 y su escasa organización de entonces están detrás de la extraordinaria crueldad de este ataque contra la población.

«No fue una decisión de la estructura nacional de la pandilla sino por la clica (grupo local de la mara). Pasaron solo horas desde la muerte de ‘Crayola’ hasta la venganza, que fue planeada por muchachos jóvenes y de bajo perfil en la jerarquía del grupo», le dice a BBC Mundo.

«En realidad no fue un atentado planeado, fue cosa de horas, un arrebato en caliente en el que se les fue la mano. Tanto así, que los perpetradores del crimen fueron castigados por la propia pandilla, algunos fueron asesinados por llamar tanto la atención y centrar el interés de las autoridades».

Cuando el periodista Eric Lemus llegó, el microbús aún estaba en llamas y algunas de las víctimas yacían en el suelo.

Recuerda la consternación y el silencio sobrecogedor que reinaban aquel lugar. Algunos vecinos de un edificio cercano le dijeron que estaban en shock tras haber visto y escuchado los disparos y los gritos.

«Cuando vi aquello, se me activaron los chips de la guerra, de cómo cubrir una escena en conflicto. Estábamos en un escenario de guerra de baja intensidad», le dice a BBC Mundo.

Pero cree que ni la guerrilla ni el ejército que participaron en la guerra civil salvadoreña que le tocó cubrir como periodista décadas antes quemarían un autobús con gente en su interior.

«Para nosotros, fue como una ruptura sobre lo que podía ser capaz un grupo que se podía ver entonces como un grupo marginal. Fue una masacre sin precedentes por el nivel de violencia y brutalidad masiva. El mensaje de crueldad había sido transmitido con éxito».

Martínez, especialista en pandillas, coincide en que «a día de ahora, este ataque se sigue viendo en El Salvador como que reveló el rostro monstruoso de estas organizaciones criminales».

Al llegar al lugar del atentado a la mañana siguiente, a Isamar le dijeron que fuera directamente a la morgue para comprobar si allí estaba su madre. Pero ella no perdió la esperanza y la buscó antes por todos los hospitales.

La encontró en una unidad de cuidados intensivos. Tenía el 89% del cuerpo quemado y solo la pudo reconocer, cuenta, por el color azul de las uñas de los pies que ella misma le había pintado la semana anterior.

Un detective le contó que un hombre que había sobrevivido fue quien ayudó a su madre a salir del microbús, pero que cuando lo hizo, ya tenía las vías respiratorias quemadas.

Los médicos no le daban esperanzas de sobrevivir. Recuerda que, el primer día, su madre tenía unas cinco máquinas conectadas. Al cuarto, ya solo tenía una.

«El mismo detective me llamó para decirme lo que había pasado. Cuando vi la llamada, ya esperaba una mala noticia. Había muerto de un paro respiratorio».

El sacerdote Antonio Rodríguez, párroco de Mejicanos en aquel entonces, escuchó los balazos desde su propia casa, a solo dos cuadras de la masacre.

Conocido como «padre Toño», creó una asociación con los familiares de las víctimas para asistirles con ayuda médica, psicológica y becas de educación para quienes habían quedado huérfanos.

Asegura que lo hizo ante el abandono por parte de las autoridades. El entonces presidente salvadoreño, Mauricio Funes, prometió una indemnización de US$2.000 para cada familia que nunca llegó.

«El presidente dijo que, si les daban el dinero, iban a ser víctimas de extorsión. Yo les sugerí que entonces se lo dieran como entrada para una vivienda de protección social, pero el gobierno se negó», le dice a BBC Mundo.

Ayudar a las víctimas no fue fácil al principio. Al trauma de perder a sus familiares en semejantes circunstancias, pronto se sumó el miedo a sufrir represalias por parte de las pandillas.

«La gente entró en una clandestinidad donde tenía mucho miedo de salir de casa. Nadie quería hablar ni ser identificado, ni como sobreviviente ni como victima. Fue difícil hablar con ellos, todo el municipio quedó conmocionado».

Isamar corrobora cada palabra del padre Toño. Tras la muerte de su madre, dice que su hermano y ella se quedaron «completamente solos» y que no quería estar en su propia casa por temor a que alguien fuera a hacerles daño.

El miedo aumentó cuando, dos meses después, su hermano decidió irse «de mojado» a Estados Unidos y se quedó sola. La idea era que ella se reuniría con él un año después, cuando hubiera devuelto el dinero que le habían prestado para viajar.

Pero sus planes cambiaron cuando, al poco tiempo, quedó embarazada de su primera hija. «Pasé un embarazo tan malo que mi hija estuvo desnutrida en mi estómago porque yo nada más que vivía llorando por los recuerdos de mi mamá», cuenta la joven.

Paradójicamente, el padre de su hija también había sido miembro de las pandillas. Isamar cuenta que llevaba cinco años alejado de ellas y trabajaba en un programa de reinserción del padre Toño.

«Al principio me dio un poquito de miedo al iniciar la relación, pero él fue la única persona que me ayudó a salir del agujero en el que estaba», responde a la pregunta de si no tuvo temor por ese pasado en las mismas maras que habían destrozado su familia.

«Él ayudó a que me pusieran un psicólogo y así lo conocí. Yo ya no veía lo que él había hecho en su pasado, yo veía su presente y veía que era una persona diferente».

Una nueva tragedia volvió a sacudir la vida de Isamar cuando a su pareja la mataron las pandillas en 2013. Fue entonces cuando decidió huir de El Salvador.

Expertos coinciden en que la brutalidad de la masacre de Mejicanos supuso «un antes y un después» en cómo la población salvadoreña pasó a percibir a las pandillas y, sobre todo, cómo las autoridades les hicieron frente desde entonces.

Lemus dice que «se esperaba que el gobierno, por ser de izquierdas (FMLN), buscaría otros métodos disuasorios. Pero el gobierno repitió el «manodurismo» que había hecho la derecha años atrás».

Martínez coincide en que la masacre impidió «cualquier salida negociada» con las pandillas porque la población «estaba verdaderamente horrorizada» con lo ocurrido. «El presidente se vio en la obligación de mostrar fuerza», dice.

Ese rechazo de la población salvadoreña a otro tipo de estrategias se vio por ejemplo durante la tregua que, tras un proceso secreto de negociación entre gobierno y pandillas, se tradujo en una importante reducción de asesinatos en el país entre 2012 y 2013.

Según Martínez, «la quema del microbús en la memoria colectiva de la población salvadoreña impidió e impide cualquier salida que no sea de corte policial, militar o punitiva para atender el problema de las pandillas».

«Los efectos de ese hecho siguen vivos a día de hoy», opina pocas semanas después de que el actual gobierno liderado por Nayib Bukele endureciera las condiciones de los pandilleros en las cárceles pese a las críticas de organismos de derechos humanos.

«La población de El Salvador es muy anuente a los planes de mano dura», apunta.

Una de las consecuencias inmediatas del atentado en Mejicanos fue la «Ley de Proscripción de Pandillas» que declaraba ilegales a las maras y convertía en agravante de cualquier delito pertenecer a ellas. Sin embargo, los jueces la encontraron en muchos casos de difícil aplicación.

En 2015, la Sala de lo Constitucional declaró a las pandillas como «grupos terroristas». También englobó en este concepto a «colaboradores, apologistas y financistas» de estas estructuras.

El sacerdote Rodríguez interpreta que, de acuerdo a la Sala, «trabajar por la transformación de las pandillas puede terminar con una persona vinculada a grupos terroristas, lo que cerró la puerta a la reinserción de estos jóvenes».

En 2014, el religioso fue condenado por los delitos de introducción de objetos ilícitos para los pandilleros en las cárceles y de tráfico de influencias.

Isamar lleva siete años viviendo en España, desde donde atiende a BBC Mundo y donde consiguió formar una familia y tener otras dos hijas.

El año pasado, su hermano fue a visitarla desde EE.UU. y pudo conocer por fin a sus sobrinas. Era la primera vez que se reencontraban en casi nueve años.

Entre los planes de Isamar está el poder estudiar enfermería, pero no contempla regresar a su país. «Me da mucho miedo y también creo que sería duro regresar al pasado, recordar todo otra vez».

Dos de los principales responsables del trágico ataque en el que su madre perdió la vida cumplen condenas de 66 y 410 años de cárcel respectivamente, pero Isamar asegura que nunca les ha guardado rencor.

«Mi mamá era tan buena y sencilla que llegaba a casa y, aunque solo tuviera frijoles, ella te invitaba a comer. Que no se pierda esa esencia de la humildad, que las víctimas siempre sean recordadas y que no queden en el olvido», pide.

«Y de las personas que lo hicieron, ya que Dios se encargue de ellos».